martes, 10 de diciembre de 2013

Más allá de las palabras.

– Lo lamento, tuve unos inconvenientes y estoy retrasado. ¿Podrías esperarme?

Mi “sí” suena renuente y él sabe a la perfección que estoy molesta, ni siquiera me preocupo en despedirme y tampoco le doy el tiempo para que lo haga: rápidamente corto el teléfono con rudeza. La chica pelirroja sentada a mi lado me observa de soslayo tratando de ser disimulada y fallando miserablemente en el intento. Mis ojos se encuentran con los de ella, mi ceja arqueada y mis labios apretados firmemente en una línea recta son suficiente señal para que desvíe la vista con sus mejillas ardiendo. Pasan aproximadamente unos largos cinco minutos cuando finalmente ella decide marcharse dejándome sola en esta banca blanca.

El Amadeus Garden es el pulmón verde del complejo urbanístico donde vivo, una especie de Central Park más pequeño y mucho menos conocido. Esto no le quita belleza, frente a mí se extiende un magnífico paisaje de matices naranja, rojo y amarillo, los árboles se apilan uno al lado del otro formando un bello sendero decorado de hojas sueltas. Al final de éste se exhibe el lago, de un traslúcido verde cubierto por flores y hojas que el viento llevó allí, símil a las pinceladas de un artista. Puedo ver algunos botes a lo lejos, en general parejas que probablemente estén dirigiéndose miradas dulces y cálidas o algunos deportistas que simplemente entrenan.

Veo a la gente en el parque, la mayoría sabe qué hacer allí: algunos leen un libro, otos juegan, hay picnics, risas y sonrisas. Comienzo a sentirme mal, es como si todo frente a mí se exhibiera detrás de un vidrio y yo estuviera dentro de una caja de cristal, ajena al parque y a sus visitantes. Me molesta sentirme así y siendo sincera, también me da un poco de envidia ver a las personas allí, todas sabiendo qué hacer en el Amadeus Garden. En cambio yo permanezco sentada esperando por alguien que tiene el valor de mentirme descaradamente. Conozco a Dylan, sé perfectamente como es el tema cada vez que se “retrasa”: él está con ella, con su supuesta amiga de la infancia de la que nunca antes he oído hablar.

Debería enojarme por eso, sentirme dolida y exigirle a Dylan explicaciones. Pero sinceramente no podría importarme menos, ya he pasado mi momento de lágrimas y ahora sólo quiero romper la relación que tengo con él. Creo que eso es lo que más me molesta, tener que esperarlo para terminar con él.

Bufo mientras busco algo con qué entretenerme en mi celular, veo la lista de libros en formato PDF que tengo para leer pensando en lo lindo que sería poder vivir dentro de alguna de esas historias, aunque me conformo con poco: con tal de poder tener dinero para comprar los libros de verdad con sus cientos de hojas de papel estaría más que satisfecha.

Río por lo bajo ante aquello y alzo la vista, tratando de ver si Dylan daría su aparición al fin. Y entonces lo veo, mi celular cae al suelo y me quedo helada de la sorpresa.

“No puede ser, tú no puedes estar aquí, no es posible”

Su cabello es pelirrojo, es corto y rebelde, fiel a su personalidad. Su sonrisa divertida y traviesa está presente en su rostro y me pregunto si fue la misma que tuvo cuando…pasó eso. Prefiero alejar esos pensamientos de mi mente y me concentro en él, en su modo de caminar seguro, en ese aproximadamente metro setenta y cinco y en sus manos puestas dentro de los bolsillos de sus vaqueros gastados. Durante unos breves segundos nuestras miradas se encuentran y no puedo evitar dar un respingo al ver el reconocimiento en esos ocelos zafiros. Es idéntico a cómo me lo he imaginado y eso no podía ser posible. Su sonrisa se ensancha y entiendo el mensaje en su expresión: “Sígueme”. No lo dudo ni por un segundo, me levanto y camino hacia él, siguiéndolo con pasos torpes a unos tres metros de distancia entre ambos.

Me guía hacia una zona desértica del parque donde hay un pequeño kiosque. Las columnas de piedra sostienen un techo circular, también del mismo material. Hay una banca en el medio pero yo me mantengo parada, sin saber demasiado bien qué hacer, mis ojos están fijos en sus ocelos azules y siento que mi corazón da un salto cuando él me dirige una sonrisa, con su respectivo hoyuelo en su mejilla izquierda. En ningún momento hay un atisbo de duda en su expresión, como si siempre supiera qué decir.

– Hola – su sonrisa se mantiene y me mira de forma inocente pero divertida, como un niño que ha hecho una travesura.
Yo no lo soporto más, el impacto de verlo es demasiado intenso para mí como para mantenerme tranquila.
– Hola… ¿eso es lo único que dices? – mis manos se posan en mis caderas – ¡Por Dios, puedes decir algo mejor que eso! ¿Cómo es qué estás aquí? ¡Estás muerto!
Él se ríe de forma algo exagerada, entretenido con mis reacciones.
– Técnicamente si no existo no puedo morir – jugó con los pliegues de montgomery –. Por lo que teóricamente no he muerto, aunque ni siquiera soy real.
Para mí si eres real – enfaticé la última palabra, poniendo una mano sobre mi pecho –. Te he amado durante once años y aún lo sigo haciendo. ¡Estuve toda una noche llorando por tu muerte! ¡¿Acaso vas a decirme que mis lágrimas no eran reales?!
Sus ojos se abren de par en par sorprendidos, al menos durante unos segundos pienso que él no sabe qué decir pero entonces me sonríe, ese carismático gesto que me hace pensar que todo va a estar bien aún cuando el cielo se despedace en cientos de fragmentos sobre nuestras cabezas o el mundo haya cedido finalmente y no seamos más que polvo.
– Lo era y lo va a seguir siendo siempre – me acaricia la cabeza despeinando mis cabellos –. Mientras siga provocando eso en ti, mientras sigas creyendo que yo soy real entonces mi existencia va a tener un sentido – su risa suena cantarina y agradable, tan perfecta como la había imaginado cientos de veces –. Estoy vivo por ti.
– Y por las millones de personas que creen en ti.
– Gracias.
Él me besa la mejilla y sé al instante que esa va a ser nuestra despedida. Mis ojos se cristalizan y esbozo una sonrisa en mi rostro, no importa lo que los demás piensen de mí, ahora sólo somos él y yo.
– Vas a irte, ¿verdad?
Él asiente y las lágrimas fluyen por mis mejillas descontroladas.  Él me las limpia con la punta de sus dedos con dulzura y siento que no puedo dejarlo ir jamás. ¿Qué va a ser de mí cuando ya no esté?
– Cada vez que me necesites sólo tienes que llamarme y voy a estar a tu lado.
– ¿Y dónde voy a encontrarte?
– Donde me has encontrado siempre – me pica la frente y ríe de nuevo, sin poder evitarlo imito su gesto –. Estoy a un libro de distancia.
– Adiós, Fred – lo abrazo por unos segundos y luego lo dejo ir, lo despido con mi mano mucho más animada.
¡Nos volveremos a ver pronto! – me grita a lo lejos.


Y sé que puedo creerle.