El escritor teclea con rapidez mientras da pequeños sorbos a su café. En la pantalla frente a él las palabras se unen unas con otras hermosamente formando una prosa que muestra increíbles aventuras.
Él escribe sobre actos heroicos, sacrificios y esfuerzos que jamás hizo alguna vez en su vida. Muestra paisajes paradisíacos, con abundante verde y cascadas cristalinas las cuales sólo puede ver soñando. Escribe sobre personajes valientes y aguérridos, auténticos luchadores que no dudan en enfrentar cualquier mal, que pelean a pesar del temor. Él, en cambio, es una persona enclenque y débil, temeroso de enfrentar sus propios miedos.
Sus creaciones destacan al instante, siempre miran a los ojos con firmeza exhibiendo miradas expresivas y llenas de determinación. Él al contrario prefiere pasar inadvertido, agachar la cabeza y camuflarse entre el gentío, refugiarse bajo el ala segura del anonimato.
Bebe otro sorbo de café, releyendo con detenimiento cada palabra. Su pecho se infló de orgullo admirando su creación: dramáticamente hermosa. Esa eran las palabras que mejor la describían.
Sus personajes tienen vidas duras, cargan con un peso que nadie más podría soportar pero aún así él envidia la entereza que muestran constantemente, la determinación de aferrarse siempre a sus ideales y no dejar de luchar, la nobleza que está impregnada en su ser.
Como todo buen escritor, ya ha perdido el control de su propia historia, sus personajes se desenvuelven solos, eligen por su cuenta cada decisión que tienen que tomar. Él es sólo un mediador, un encargado de plasmar tales hazañas y, porqué no, aquel maldito destino que tanto se ensaña con ellos.
Bien podría escribir que se han convertido en cobardes, que se han rendido ante una guerra que la lógica dicta como insuperable. Pero eso no tendría sentido y él tampoco quiere hacerlo; el escritor es consciente de su destino: vivir siempre bajo la sombra de sus hijos, a tan sólo poder imaginar increíbles hazañas que ellos hacen naturalmente, siendo él incapaz de acercarse siquiera a rozar tal valentía.
Ese es su maleficio, su condena por querer jugar a ser Dios: ser capaz de imaginar historias increíbles que él jamás vivirá.
jueves, 10 de julio de 2014
sábado, 28 de junio de 2014
Regalo.
Hace tiempo que no escribo, no hay que ser genio para darse cuenta de eso, sólo basta ver la fecha de la última entrada de este blog. La facultad, la falta de inspiración, el cansancio, las responsabilidades sociales y demás, han hecho que descuidara este pequeño santuario personal. Y ahora escribo, sin saber qué, sin tener ninguna historia pensada, simplemente por el mero hecho de escribir algo.
Porque escribir es una necesidad, una que está inmersa en el código genético de cada miembro de la humanidad. Desde los comienzos de nuestra raza, hemos utilizado la escritura, ya sea como burdos dibujos de caza en las paredes, como unos elaborados jeroglíficos o como el lenguaje que utilizamos hoy en día, aquella suma de trazos que llamamos letras, las cuales articuladas forman palabras y su conjunto, oraciones. Es innato, hemos heredado esta necesidad insaciable de expresarnos por el escrito vaya a saber de quién, si de los simios, de Dios o de algún otro eslabón que permanece oculto.
Si bien no sé de quién hemos obtenido esto, tampoco me importa, ¿para qué preocuparse por ese tecnicismo? Sea por la naturaleza o por un ser divino, hemos sido bendecidos, nos han dado un regalo único e invaluable. No sé si a todos les pasará igual, si es propio de mí o si sólo un selecto grupo en verdad sentimos la gracia de este don.
Siempre amé escribir, a tal punto que cuando era chica, me resultaba sorprendente que no todos compartieran mi opinión. Lo he hecho desde que tengo memoria, fascinada con la idea de poder plasmar de alguna manera la variedad de mundos y vidas que habitan dentro de mi cabeza. El papel es un soporte, una validez para darle existencia, para objetivarlos y mostrarle al resto que son tan reales como yo los imagino; pero principalmente para demostrármelo a mí misma. Innumerables fueron las veces que me he deleitado con ese placer de sentir que creo una vida, una persona con una historia, con emociones, ideales y luchas.
Y mientras mis personajes viven su propia historia, yo continúo con la mía, con esa montaña rusa de emociones que me hace reír y llorar con una simple vuelta, con un punto aparte del párrafo. Y ahí es cuando las palabras exteriorizan lo que siento y pienso, aliviando así en ese descargo el peso con el que carga mi cuerpo y parece hundirse. Entonces comienzo a ascender y floto tranquila en un mar cristalino que refleja mi alma, que muestra lo más profundo de esta fachada de carne y hueso.
¿Cómo no amar este regalo? ¿Cómo ignorar la satisfacción de estar inspirado y tener una idea rondando en tu mente todo el día esperando ansiosa a ser expresada en palabras? ¿Cómo olvidar las horas de distracción que te ofrece, que te aleja de tus preocupaciones diarias para adentrarte en ese mundo que has engendrado? ¿O de esa sensación de libertad, de sentir que estás volando mientras ves como la hoja en blanco se llena de palabras, de ideas que se plasman hermosamente en oraciones? Cuando lo pienso, imagino un lugar donde no hay más que un terreno árido y desértico. Entonces, con cada palabra, el aparentemente inexistente cielo se ilumina de pequeños puntos resplandecientes y plateados, las oraciones van formando ríos que recorren el suelo muerto y de repente, en sus bordes, pequeñas motas de verde nacen de la tierra agrietada, alzándose lentamente y creciendo hasta alcanzar todo su esplendor, algunos se convierten en manzanos, otros en limoneros, varios en jazmines, otro grupo en zanahorias y así con cientos de especímenes que no terminaría de mencionar jamás. En cuestión de minutos, es difícil ver alguna mancha en el suelo que no sea verde. Unos peces saltan en los ríos y se escucha el ulular de los búhos en la rama de los árboles, acompañado por el agudo aullido de los lobos a lo lejos. Ya es imposible distinguir la extensión de ese paraíso, mucho más recordar la tierra muerta de la cual nació.
En el primer momento en que conocí este regalo, que me topé con él y aprecié la belleza del proceso de la creación, lo amé al instante, como si fuera algo inevitable. Porque escribiendo, no simplemente creo vida, no sólo me siento mucho más viva... yo vivo.
jueves, 20 de febrero de 2014
A ustedes dos.
El trayecto desde mi casa hasta la facultad es lo
suficientemente largo para que pueda disfrutar con calma leyendo un poco del
libro que tenga entre mis manos en ese momento. El sonido rítmico de mis auriculares siempre me acompaña de fondo, musicalizando cada paso del protagonista y embelleciendo
las palabras aún más de lo que es posible.
Casi nunca presto
atención al recorrido, pero aproximadamente a los diez minutos de viaje alzo la
cabeza y miro por la ventanilla. Y allí están esos largos paredones que cubren
la manzana entera, con tres cuartas partes de su superficie pintadas burdamente
de color blanco y algún que otro graffiti intruso que la decora.
No soy la única en el colectivo que los mira, distintos
pares de ojos están puestos sobre ellos expectantes, esperando algo que jamás va a pasar.
Es inevitable que no piense en ustedes. ¿Dónde
estarán? Me gustaría verlos por un momento, grabar a fuego sus rostros en
mi mente, recordar todos los detalles que los componen: cada arruga, cada
mancha y cada cicatriz para así no olvidarlo jamás.
Las palabras se quedan atascadas en mi garganta, sabiendo
que no hay llave que pueda liberarlas de su prisión. Resignada, me limito a dejar que esas
conversaciones pasen dentro de mi cabeza: decirle a ese hombre fuerte de campo –
de manos grandes que siempre aferraban su escopeta de caza como si fuera parte
de él – que lo perdono y me
disculpo, porque cometí ese error humano de considerarlo eterno, de olvidarme
de todo ese tiempo que pude haber aprovechado. ( ¡Y cómo! Estoy segura de que si
hubiera sido distinto, te habría reconocido aquella única tarde en la cual
hablamos)
¿De qué hablaríamos? ¿Qué habríamos hecho? ¿Me habrías
contado anécdotas tuyas? ¿Tendría ahora
un portarretrato con una foto mía en tus brazos?
¿Alguna vez te has cuestionado todo esto? Dudo que lo hayas
hecho a menudo pero quiero creer que cuando hablamos, al menos por un ínfimo de
segundo, éstas pasaron por tu mente.
Y al igual que vos, las preguntas quedan en el aire, viajan
con el viento recorriendo todo el mundo que tienen a su alrededor sin descansar
en ningún momento, siendo fieles a tu modo de vida de hombre de trabajo.
Me gusta imaginar que sos feliz. Sinceramente espero que lo
seas, donde sea que ahora estés.
Y a vos, a ese pequeño hombre querido por todo el barrio,
quiero decirte que me hubiera encantado conocerte y contagiarme de tu alegre
modo de ser. Desearía ver esa mirada de orgullo que pondrías cuando contemplaras a tu
familia o escucharte cantar en italiano, a la par del acordeón de tu hijo. ¿Sabías
toda la letra de O Sole Mio de
memoria? Aún sigo esperando que alguno de tus hijos se aprenda algo más que el
estribillo.
No te conozco y nunca lo haré, pero entre charla y charla,
siempre que tu nombre sale a relucir te recuerdan con mucha estima. Estoy segura que has
sido un buen hombre y espero que sepas que guardaré con cariño tu pequeño
legado
El semáforo se pone en verde y el colectivo avanza
alejándose de aquel paredón blanco. Varios lo seguimos mirando expectantes,
como si esperáramos que de repente aquellos que extrañamos salgan de ese
cementerio con una sonrisa en su rostro, dispuesto a escuchar esas palabras que
jamás serán dichas.
Y entonces vuelvo la vista a mi libro con esa maldita y
estúpida pregunta rondando en mi mente: ¿Algún día, abuelos, podré decirles esto?
martes, 18 de febrero de 2014
Día de los Enamorados.
Cada
sociedad tiene sus reglas, normas de convivencia implícitas que permiten la
convivencia de cada uno de sus miembros. Algunos las respetan al pie de la
letra, otros no tanto pero todos la conocen, se aprenden al instante cuando
otro miembro te adentra en esa selecta organización.
El
submundo de los viajeros de colectivo – esos resistentes guerreros que pasan
frío y calor y que constantemente luchan entre sí en una férrea lucha por el
Santo Grial encarnado en el único asiento vacío – no es la excepción.
Las
reglas son simples y la sabes desde niño, se aprenden desde que eres lo
suficientemente consciente para entender lo que el otro dice y luego con la
experiencia del viaje del día a día.
Ceder
asientos a ancianos, discapacitados y embarazadas, eso es lo que te enseñan. Y
luego le agregas lo que sigue, aquellas normas que nadie dice pero todos
comprenden y cumplen: Siempre hay que tratar de conseguir los asientos más
atrás posible de la puerta de entrada, hacerte el dormido cuando por fin
logras sentarte en un viaje largo y repleto de gente, aferrarte a tus objetos
personales como si la vida se te fuese en ello – mucho más si en verdad estás
sedado bajo el efecto de Morfeo – y obviamente, aprovechar la bendita Sube para
mentir con el precio del boleto.
El
colectivo avanzaba velozmente esa fresca mañana del 14 de Febrero. Si bien era
temprano, estaba repleto por todos los jóvenes que emocionados, pensaban
disfrutar ese día con sus parejas, amigos o esa persona que les interesaba.
Sentada en las filas del medio, los observé disimuladamente, sus voces
moviéndose a destiempo con la música de mis oídos, sus ojos brillantes
emocionados, incluso había un par de chicas mostrándose entre sí los regalos
que compraron para sus novios.
¿Eso
era el amor? ¿Ese aire juvenil, emocionado y activo? ¿Esas miradas llenas de
emoción y nervios? ¿Las charlas animadas contando sobre los regalos para “él” o
“ella”?
Me imaginé formando parte de ese grupo de enamorados, una chica
bien arreglada, con esa expresión vivaz y llena de emociones, aferrando un paquete
cuidadosamente envuelto en papel decorativo acorde a la fecha. La idea duró
unos segundos, desvaneciéndose tan repentinamente como apareció, siendo
reemplazada por una pareja de personajes valientes, llenos de miedo y
desesperación, haciendo caso omiso a las súplicas de sus cuerpos maltrechos
mientras se adentraban a las profundidades de un bosque en busca de libertad.
La lluvia cayendo sobre ellos, con las gotas de agua mezclándose con el sudor y
la sangre, acompañando las luces azules y rojas titilantes y las blancas
destellantes que alumbraban tétricamente su camino.
La
visión se interrumpió por un par de ancianos subiendo al colectivo. Siendo fiel
a esas reglas de convivencia de este submundo, les ofrecí mi asiento con una
amable sonrisa. El enfermero sentado a mi lado imitó mi acción no sin antes
suspirar con cansancio. Ellos devolvieron mi gesto agradecidos, sentándose con las manos entrelazadas sin
soltarse en ningún momento.
Los
observé de reojo, aproximadamente rodaban entre los setenta y ochenta años,
aunque los dos parecían ser tan activos como los jóvenes a su alrededor. Ambos se
vieron a los ojos y si bien duró unos segundos, parecía como si el tiempo se
hubiera detenido en ese preciso instante. Detrás de los ocelos castaños de ella
podía verse a una niña de unos quince años, sonriendo con un rubor en sus
pálidas mejillas ante la carta del apuesto hijo del carpintero. Una chica que
en los próximos tres años creció rápidamente, convirtiéndose felizmente en una
mujer casada y una fuerte madre, una que crió a su hijo valiéndose sola;
llorando durante las noches con las cartas de su esposo estrujadas contra su
pecho y el intenso aroma de la cera derretida en su nariz de la vela que día a
día rezaba a Dios. Podía verla a la perfección, a esa mujer que esperaba
ansiosa otra carta, otra prueba concreta de que su esposo seguía vivo en la
guerra y que rezaba por verlo de nuevo cada medianoche.
Y
los zafiros de él no se quedaban atrás. Grandes y expresivos, dos persianas del
color del cielo que reflejaban a un muchacho con uniforme militar escribiendo una carta a su amada bajo la mortecina luz de la vela. Que mostraban a ese
hombre con una máquina de afeitar en su mano, pasándola sobre la cabeza de su
esposa mientras ella lloraba viendo los últimos restos de su negra cabellera caer frente a sus ojos. Un llanto desconsolado que
sólo se detuvo cuando él la abrazó y le dijo que era la mujer más hermosa de su
vida y ella se aferró a su ancha y robusta espalda, marcada por el trabajo
exhaustivo que hacía para pagar los costosos medicamentos y tratamientos contra el cáncer.
Ambos
se rieron de un chiste personal y privado, uno que salía a flote con sólo ver
el rostro del otro, sin necesidad de palabras.
No me atreví a preguntarles por lo que nunca supe de qué se reían.
Sólo
sé que en esa mirada cómplice que aprecié como un tercero, allí donde sus ojos
se encontraron, vi de verdad al amor.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)