jueves, 10 de julio de 2014

Castigo.

El escritor teclea con rapidez mientras da pequeños sorbos a su café. En la pantalla frente a él las palabras se unen unas con otras hermosamente formando una prosa que muestra increíbles aventuras.
Él escribe sobre actos heroicos, sacrificios y esfuerzos que jamás hizo alguna vez en su vida. Muestra paisajes paradisíacos, con abundante verde y cascadas cristalinas las cuales sólo puede ver soñando. Escribe sobre personajes valientes y aguérridos, auténticos luchadores que no dudan en enfrentar cualquier mal, que pelean a pesar del temor. Él, en cambio, es una persona enclenque y débil, temeroso de enfrentar sus propios miedos. 
Sus creaciones destacan al instante, siempre miran a los ojos con firmeza exhibiendo miradas expresivas y llenas de determinación. Él al contrario prefiere pasar inadvertido, agachar la cabeza y camuflarse entre el gentío, refugiarse bajo el ala segura del anonimato. 
Bebe otro sorbo de café, releyendo con detenimiento cada palabra. Su pecho se infló de orgullo admirando su creación: dramáticamente hermosa. Esa eran las palabras que mejor la describían.
Sus personajes tienen vidas duras, cargan con un peso que nadie más podría soportar pero aún así él envidia la entereza que muestran constantemente, la determinación de aferrarse siempre a sus ideales y no dejar de luchar, la nobleza que está impregnada en su ser.  
Como todo buen escritor, ya ha perdido el control de su propia historia, sus personajes se desenvuelven solos, eligen por su cuenta cada decisión que tienen que tomar. Él es sólo un mediador, un encargado de plasmar tales hazañas y, porqué no, aquel maldito destino que tanto se ensaña con ellos. 
Bien podría escribir que se han convertido en cobardes, que se han rendido ante una guerra que la lógica dicta como insuperable. Pero eso no tendría sentido y él tampoco quiere hacerlo; el escritor es consciente de su destino: vivir siempre bajo la sombra de sus hijos, a tan sólo poder imaginar increíbles hazañas que ellos hacen naturalmente, siendo él incapaz de acercarse siquiera a rozar tal valentía. 
Ese es su maleficio, su condena por querer jugar a ser Dios: ser capaz de imaginar historias increíbles que él jamás vivirá. 

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