El trayecto desde mi casa hasta la facultad es lo
suficientemente largo para que pueda disfrutar con calma leyendo un poco del
libro que tenga entre mis manos en ese momento. El sonido rítmico de mis auriculares siempre me acompaña de fondo, musicalizando cada paso del protagonista y embelleciendo
las palabras aún más de lo que es posible.
Casi nunca presto
atención al recorrido, pero aproximadamente a los diez minutos de viaje alzo la
cabeza y miro por la ventanilla. Y allí están esos largos paredones que cubren
la manzana entera, con tres cuartas partes de su superficie pintadas burdamente
de color blanco y algún que otro graffiti intruso que la decora.
No soy la única en el colectivo que los mira, distintos
pares de ojos están puestos sobre ellos expectantes, esperando algo que jamás va a pasar.
Es inevitable que no piense en ustedes. ¿Dónde
estarán? Me gustaría verlos por un momento, grabar a fuego sus rostros en
mi mente, recordar todos los detalles que los componen: cada arruga, cada
mancha y cada cicatriz para así no olvidarlo jamás.
Las palabras se quedan atascadas en mi garganta, sabiendo
que no hay llave que pueda liberarlas de su prisión. Resignada, me limito a dejar que esas
conversaciones pasen dentro de mi cabeza: decirle a ese hombre fuerte de campo –
de manos grandes que siempre aferraban su escopeta de caza como si fuera parte
de él – que lo perdono y me
disculpo, porque cometí ese error humano de considerarlo eterno, de olvidarme
de todo ese tiempo que pude haber aprovechado. ( ¡Y cómo! Estoy segura de que si
hubiera sido distinto, te habría reconocido aquella única tarde en la cual
hablamos)
¿De qué hablaríamos? ¿Qué habríamos hecho? ¿Me habrías
contado anécdotas tuyas? ¿Tendría ahora
un portarretrato con una foto mía en tus brazos?
¿Alguna vez te has cuestionado todo esto? Dudo que lo hayas
hecho a menudo pero quiero creer que cuando hablamos, al menos por un ínfimo de
segundo, éstas pasaron por tu mente.
Y al igual que vos, las preguntas quedan en el aire, viajan
con el viento recorriendo todo el mundo que tienen a su alrededor sin descansar
en ningún momento, siendo fieles a tu modo de vida de hombre de trabajo.
Me gusta imaginar que sos feliz. Sinceramente espero que lo
seas, donde sea que ahora estés.
Y a vos, a ese pequeño hombre querido por todo el barrio,
quiero decirte que me hubiera encantado conocerte y contagiarme de tu alegre
modo de ser. Desearía ver esa mirada de orgullo que pondrías cuando contemplaras a tu
familia o escucharte cantar en italiano, a la par del acordeón de tu hijo. ¿Sabías
toda la letra de O Sole Mio de
memoria? Aún sigo esperando que alguno de tus hijos se aprenda algo más que el
estribillo.
No te conozco y nunca lo haré, pero entre charla y charla,
siempre que tu nombre sale a relucir te recuerdan con mucha estima. Estoy segura que has
sido un buen hombre y espero que sepas que guardaré con cariño tu pequeño
legado
El semáforo se pone en verde y el colectivo avanza
alejándose de aquel paredón blanco. Varios lo seguimos mirando expectantes,
como si esperáramos que de repente aquellos que extrañamos salgan de ese
cementerio con una sonrisa en su rostro, dispuesto a escuchar esas palabras que
jamás serán dichas.
Y entonces vuelvo la vista a mi libro con esa maldita y
estúpida pregunta rondando en mi mente: ¿Algún día, abuelos, podré decirles esto?