martes, 18 de febrero de 2014

Día de los Enamorados.

Cada sociedad tiene sus reglas, normas de convivencia implícitas que permiten la convivencia de cada uno de sus miembros. Algunos las respetan al pie de la letra, otros no tanto pero todos la conocen, se aprenden al instante cuando otro miembro te adentra en esa selecta organización.

El submundo de los viajeros de colectivo – esos resistentes guerreros que pasan frío y calor y que constantemente luchan entre sí en una férrea lucha por el Santo Grial encarnado en el único asiento vacío – no es la excepción.

Las reglas son simples y la sabes desde niño, se aprenden desde que eres lo suficientemente consciente para entender lo que el otro dice y luego con la experiencia del viaje del día a día.

Ceder asientos a ancianos, discapacitados y embarazadas, eso es lo que te enseñan. Y luego le agregas lo que sigue, aquellas normas que nadie dice pero todos comprenden y cumplen: Siempre hay que tratar de conseguir los asientos más atrás posible de la puerta de entrada, hacerte el dormido cuando por fin logras sentarte en un viaje largo y repleto de gente, aferrarte a tus objetos personales como si la vida se te fuese en ello – mucho más si en verdad estás sedado bajo el efecto de Morfeo – y obviamente, aprovechar la bendita Sube para mentir con el precio del boleto.

El colectivo avanzaba velozmente esa fresca mañana del 14 de Febrero. Si bien era temprano, estaba repleto por todos los jóvenes que emocionados, pensaban disfrutar ese día con sus parejas, amigos o esa persona que les interesaba. Sentada en las filas del medio, los observé disimuladamente, sus voces moviéndose a destiempo con la música de mis oídos, sus ojos brillantes emocionados, incluso había un par de chicas mostrándose entre sí los regalos que compraron para sus novios.

¿Eso era el amor? ¿Ese aire juvenil, emocionado y activo? ¿Esas miradas llenas de emoción y nervios? ¿Las charlas animadas contando sobre los regalos para “él” o “ella”?

Me imaginé formando parte de ese grupo de enamorados, una chica bien arreglada, con esa expresión vivaz y llena de emociones, aferrando un paquete cuidadosamente envuelto en papel decorativo acorde a la fecha. La idea duró unos segundos, desvaneciéndose tan repentinamente como apareció, siendo reemplazada por una pareja de personajes valientes, llenos de miedo y desesperación, haciendo caso omiso a las súplicas de sus cuerpos maltrechos mientras se adentraban a las profundidades de un bosque en busca de libertad. La lluvia cayendo sobre ellos, con las gotas de agua mezclándose con el sudor y la sangre, acompañando las luces azules y rojas titilantes y las blancas destellantes que alumbraban tétricamente su camino.

La visión se interrumpió por un par de ancianos subiendo al colectivo. Siendo fiel a esas reglas de convivencia de este submundo, les ofrecí mi asiento con una amable sonrisa. El enfermero sentado a mi lado imitó mi acción no sin antes suspirar con cansancio. Ellos devolvieron mi gesto agradecidos, sentándose con las manos entrelazadas sin soltarse en ningún momento.

Los observé de reojo, aproximadamente rodaban entre los setenta y ochenta años, aunque los dos parecían ser tan activos como los jóvenes a su alrededor. Ambos se vieron a los ojos y si bien duró unos segundos, parecía como si el tiempo se hubiera detenido en ese preciso instante. Detrás de los ocelos castaños de ella podía verse a una niña de unos quince años, sonriendo con un rubor en sus pálidas mejillas ante la carta del apuesto hijo del carpintero. Una chica que en los próximos tres años creció rápidamente, convirtiéndose felizmente en una mujer casada y una fuerte madre, una que crió a su hijo valiéndose sola; llorando durante las noches con las cartas de su esposo estrujadas contra su pecho y el intenso aroma de la cera derretida en su nariz de la vela que día a día rezaba a Dios. Podía verla a la perfección, a esa mujer que esperaba ansiosa otra carta, otra prueba concreta de que su esposo seguía vivo en la guerra y que rezaba por verlo de nuevo cada medianoche.

Y los zafiros de él no se quedaban atrás. Grandes y expresivos, dos persianas del color del cielo que reflejaban a un muchacho con uniforme militar escribiendo una carta a su amada bajo la mortecina luz de la vela. Que mostraban a ese hombre con una máquina de afeitar en su mano, pasándola sobre la cabeza de su esposa mientras ella lloraba viendo los últimos restos de su negra cabellera caer frente a sus ojos. Un llanto desconsolado que sólo se detuvo cuando él la abrazó y le dijo que era la mujer más hermosa de su vida y ella se aferró a su ancha y robusta espalda, marcada por el trabajo exhaustivo que hacía para pagar los costosos medicamentos y tratamientos contra el cáncer.

Ambos se rieron de un chiste personal y privado, uno que salía a flote con sólo ver el rostro del otro, sin necesidad de palabras.

No me atreví a preguntarles por lo que nunca supe de qué se reían.

Sólo sé que en esa mirada cómplice que aprecié como un tercero, allí donde sus ojos se encontraron, vi de verdad al amor.

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